PINTURA Y MEMORIA
ROSA OLIVARES
SOBRE EL TIEMPO, LAS FORMAS, LOS COLORES Y -POR QUÉ NO- LOS SENTIMIENTOS
Tanto tiempo intentando descifrar los signos del tiempo, buscando más allá de los límites de los colores y de las formas, que nos hemos olvidado que el tiempo sigue pasando, y con él sus signos, y que todo lo que ellos pudieron significar algún día es ya pasado. Que nosotros mismos nos hemos perdido en esa búsqueda de la que, finalmente, nos quedan las formas y los colores. Siempre ha sido así: un hombre intentando encontrar una forma de comunicarse, de decirse, de nombrarse a sí mismo. Eso es el arte, la búsqueda de nosotros mismos en algo aparentemente ajeno, exterior a nosotros mismos. Ese ha sido el trabajo del artista, pero ¿cuál ha sido el trabajo de todos los demás, de aquellos que miramos las obras que hacen los artistas? Nosotros nos asomamos a mil espejos, intentando encontrar un reflejo que creemos fiel, tal vez deseando encontrar a otros diferentes de los que creemos ser, de aquellos que hemos construido, hasta que finalmente un brillo, una mirada, un color, nos descubre a nosotros también mirándonos ante una obra de arte, ante una pintura, ante el fragmento de un diálogo que nunca se cierra.
Cada obra responde inequívocamente a la mano, a la persona que la ha creado. De ese modo reconocemos al hombre en su obra hasta el extremo de que, de alguna manera, cada obra de arte es un autorretrato. No se trata, por supuesto, de definir una figura, una apariencia exterior, que también, sino de algo mucho más real, más auténtico. Se trata del retrato de nuestros gestos íntimos, de lo que realmente somos, de cómo somos de verdad allí en ese fondo en el que estamos absolutamente solos y desnudos. Ese es el auténtico riesgo del trabajo del artista, que si es verdaderamente auténtico se le acaba descubriendo en todas sus limitaciones y en todo su esplendor, que viene a ser lo mismo. Y por esto también la dificultad de admitir la evolución, el cambio, porque una vez encontrada una fórmula suficientemente atemperada, ade cuadamente confortable, agradablemente cercana a lo que queremos ser, es muy duro seguir buscando, ir un poco más hacia dentro, en ese territorio de oscuridad, una zona húmeda en la que nadie nos acompaña. Es por ese territorio por el que camina Fernando Verdugo a estas alturas de su vida y de su trabajo, un sendero que le ha sacado de sus memorias más o menos geográficas, más o menos urbanas, más o menos reales, más o menos literarias, para situarle en un lugar asombroso pero todavía inhóspito para él. Aquí la memoria no nos habla del pasado, de calles familiares, de recuerdos reconstruidos con sueños, mentiras -preciosas mentiras, tan llenas de verdad- y pintura. Mucha pintura, toda la pintura. Esta memoria de ahora es una especie de recuerdo del futuro, o tal vez de un conocimiento más amplio de la estructura del tiempo que redefine el pasado, el presente y el futuro de la misma forma que cambia el concepto de conocimiento, de naturaleza y de cultura. Aquí ya no es sólo la piel de los muros, esos cuerpos fríos y desgastados por los que transitamos con mejor o peor voluntad, sino la corteza de los árboles, las tierras de las umbrías, los pozos minerales, y también -o tal vez sobre todo los pozos negros de la inteligencia y de la cultura del hombre.
LA MIRADA COMO INDAGACIÓN
El conocimiento del artista no es solamente la maestría del lenguaje plástico, en este caso, del lenguaje, del vocabulario de la pintura. Es también, y llegado un momento en la vida del artista es sobre todo, la asimilación de las experiencias y la formulación de una mirada como método de indagación, un método en el que la cultura y los sentimientos parecen enfrentados. Se trata de un momento confuso en el que el artista tiene que poner coto a su intuición, tiene que frenar la mano que viaja libremente por el lienzo, el ojo que sabe elegir, con práctica y elegancia, un color, una textura. Hay que parar en una bifurcación del camino antes de elegir una de las opciones que se nos proponen. Hay que pararse a pensar que cualquiera que escojamos será el que nos lleve a donde debemos ir, seguramente todos van al mismo lugar pues todos se van formando a partir de nuestras pisadas. Pero hay que pararse y decidir si debemos repetir lo sabido o sopesar nuevas posibilidades. En esa elección está la raíz del cambio, de la evolución y, también, el germen de la inmovilidad. Verdugo ha elegido el movimiento y ha cambiado sus colores dulces y cálidos por la negrura del carbón y la brillantez del silicio, ha incluido en sus cuadros la rigidez de la geometría, una especie de invasión de texturas y líneas que marcan límites para la libertad, ponen fronteras al gesto, determinan hasta donde llega un suspiro. Sujetan los sentimientos, doblegan la intuición, enfrían la pasión. En este ejercicio de control ha optado por alterar su propio canon, pasando del gran formato a unos formatos que luchan contra sus bordes para crecer, pero que se sujetan a las instrucciones. Son las reglas de las formas y de los colores. Es, finalmente, la voluntad del artista.
Acostumbrados a la obra de Verdugo, a ese proceso que le lleva de una figuración que se deshace según camina nuestra mirada por el cuadro hasta una recuperación matérica de la superficie de la pintura, este nuevo paso nos habla de un proceso de enfriamiento de su trabajo. El taller se convierte en laboratorio, la mesa de operaciones se llena de ideas que sustituyen a las vísceras, la sangre se transforma en tinta. Aquí hay más cabeza, ¿dónde está el corazón? Sigue palpitando detrás de los colores, observando el ejercicio del cuerpo, de la mente en su búsqueda por nuevos materiales, por nuevas texturas, en ese intento de girar y girar, de desarrollar el len guaje, para finalmente decir lo que el corazón dicta, pero posiblemente con más sofisticación. El esfuerzo para reducir los formatos, el deseo de añadir colores nuevos, de depurar todas las posibilidades, el trabajo de, al disminuir los formatos, incluir los aspectos antes difusos mucho más concretamente en una superficie más limitada es lo que nos lleva al signo exacto, a la línea rotunda, al parcelamiento de la superficie pictórica. Pero, vano esfuerzo, a Verdugo se le sale la pintura por los límites, y vuelven los grandes formatos, y hasta los colores más duros se vuelven dóciles a los sentimientos. La memoria se ha convertido en cultura, en ese oscuro proceso intelectual y técnico que solamente el hombre es capaz de desarrollar y ofrecer como una alternativa a la creación de la naturaleza. Y aquí conviven los dos elementos, en un proceso dialéctico que culmina en alguna de las obras y determina un proceso en desarrollo y el inicio de nuevas etapas.
MENSAJE EN UNA BOTELLA
El arte, la pintura, por supuesto, es una creación cultural, un juego que el hombre ha creado para decir y ocultar. Para nombrar con mil nombres algo que solo tiene un cuerpo e, incluso a veces, ninguno. En este juego de magia de dar y esconder, de ocultar y nombrar a través de la belleza, del horror, del asombro, del misterio, con las armas del color y de las formas, de la luz y de la oscuridad, el artista crea símbolos y traduce, codifica los sentimientos, las ideas, de tal forma que su lectura se hace a veces absolutamente indescifrable. Esa idea, cultural, de utilizar el lenguaje para no comunicar, para ocultar tanto lo que queremos realmente decir es una sombra que acecha a la creación actual. En el arte todo es símbolo, apariencia, metáfora, nada es lo que parece y lo que parece no es. Este juego es como un río que nos lleva, en un discurso en el que las palabras nos embaucan por su sonido, por su tono, en el que el color nos seduce, las formas nos abruman, pero después sólo queda el vacío, y la soledad del principio, antes de intentar comunicar, se hace más densa. La utilidad del juego nunca puede ser sufrir, sino disfrutar. La utilidad del lenguaje solo puede ser comunicarse y así, entre los colores y las formas, los sentimientos van ocupando el lugar de la carne, de esa materia que justifica cualquier conversación, cualquier juego.
La obsesión del artista por hacer una obra personal y a la vez por que esa obra se convierta, sea reconocible, como algo propio, se une a la necesidad de una razón para que esa obra exista. Esa necesidad es simplemente la vocación de náufrago que cada artista tiene, simbolizando una vez más (esta vez no con su obra sino con su propia vida) el naufragio general del que todos sobrevivimos con mayor o menor brillantez, a veces incluso sin saber nadar. El artista nos envía en cada obra una botella con un mensaje, un mensaje que tal vez nadie lea, que tal vez nunca llegue a ninguna playa. Pero en ocasiones esa botella, ese mensaje llega hasta nosotros y nos dice: «¡escucha, mira!». Y entonces ya no tenemos salida, estamos mirando una obra de arte, intentando encontrarnos entre una unión de colores, en la esquina de una forma, al borde de un gesto que el artista inició y nunca llegó a acabar. Pero la comunicación es difícil cuando no se emplean los mismos códigos, cuando uno de los extremos no sabe como debe escuchar una conversación, como leer una carta, como mirar un cuadro. Richard Wagner nos lo aclaraba, hace mucho tiempo, en su «Comunicación a mis amigos», cuando nos avisa que «el artista se dirige al sentimiento, no al entendimiento: responderle con el entendimiento significa simplemente, que no ha sido entendido».