EL VICIO DE TOCAR
SANTIAGO B. OLMO
EL TACTO
Relato
A menudo las contradicciones del lenguaje ofrecen respuestas más claras que la pre-cisión o la exactitud.
En cierta ocasión contemplando la pintura de Fernando Verdugo, pensé en si era posible dotar a la mirada de tacto, sin que la aporía fuera una metáfora. El reto era mirar la pintura a través del tacto, comprender la pintura también desde el tacto sin tener que prescindir de la mirada.
Nuestra percepción ya está acostumbrada a utilizar la mirada de manera táctil, sin que la mano toque la superficie del cuadro.
La pintura siempre ha tendido a generar este tipo de efectos contradictorios a través de sus engaños, pero siempre mediante la reproducción ante una superficie plana sobre la que el color adopta las formas de las texturas.
Al cabo de unas semanas de tener estas solitarias reflexiones coincidí con un viejo amigo británico, y también colega, J.B.. Le hablé de lo que había estado pensando sobre el tac-to y la pintura, y enseguida le noté muy interesado. Le pregunté sobre su parecer en lo que con-sideraba una cuestión teórica de cierta importancia. Pero sus respuestas lejos de abundar en disquisiciones o citas rebuscadas tomaron un camino enteramente personal, que confieso me sorprendió al principio, para más tarde sentirme identificado secretamente con sus impresiones y experiencias.
«En mi caso -me comentó J.B. con toda seriedad y sin esbozar en sus labios ningún signo de complicidad- se trata de un problema diferente: tocar, percibir en la mano la pintura, es también una necesidad para entender realmente qué es la pintura. Es un impulso sensual, cuya viciosa incontinencia quizás tenga que ver con que es socialmente inaceptable, tosco, poco refinado, prohibido y por tanto perseguido y denunciado». «Pero es cierto -interrumpí yo- que hay una lógica, evidente y que no necesita justifi-cación, de su tabú social: los imperativos de la conservación de la obra de arte. Por eso se per-sigue y se prohíbe tajantemente tocar los cuadros en museos y galerías».
J.B., ahora con una leve sonrisa, adecuada a su cinismo natural, prosiguió con la mis-ma flema: «Sin embargo el deseo de tocar la pintura ante los cuadros me resulta irreprimible, y en más de una ocasión me ha causado grandes problemas. Naturalmente estos problemas no sólo estaban relacionados con la vigilancia del personal del museo, con las alarmas o los siste-mas electrónicos de vídeo. Las situaciones más embarazosas se daban cuando la pintura, por los motivos que fuera, no estaba seca del todo. Ya podrás imaginarte que eso fue lo que me ocurrió en una de las primeras exposiciones de Anish Kapoor que visité. Con ese azul intenso, ya sabes a lo que me refiero, comprenderás que era imposible contenerse. Aquí, en España, lo llamáis añil, ¿no? En esos casos no siempre he tenido a mano un pañuelito de papel. Esta lamentable imprevisión significaba concluir la exposición con el estigma del delito, estar en per-manente riesgo de ser descubierto (con la masa en la mano, nunca mejor dicho) por los vigi-lantes más celosos y conscientes. Bueno tú ya lo sabes, y es así en todas partes, afortunada– mente en los museos los celadores casi nunca están en lo que están, salvo cuando no son fun-cionarios o son estudiantes contratados temporalmente . En cualquier caso, una de las grandes y escasas ventajas que me ha reportado ejercer la crítica de arte durante estos años ha sido precisamente frecuentar los estudios de pintores y artistas. Precisamente en estas visitas la familiaridad y el contacto personal con ellos me facilitaba dar rienda suelta al vicio secreto de tocar la pintura. Desde luego, no con un solo dedo, sino con parte de la mano o toda la palma extendida, sobre grandes porciones de la tela, especialmente donde la pintura mostraba más entrañas y lógicamente más peligro de quedar marcado (afortunadamente no de por vida, gra-cias a la trementina siempre a disposición en un estudio, al contrario de lo que ocurre en los museos o en las galerías)».
La cara de J.B. ya se había iluminado mientras yo no cesaba de identificarme con su relato.
“Al principio pedía permiso con cierto rubor, como si se tratara del cuerpo desnudo del modelo de un pintor académico. Más tarde y con la familiaridad adquirida de exhibir el vicio de tocar la pintura en esas ocasiones, a medio camino entre lo público y lo privado, alargaba la mano con absoluta desfachatez mientras preguntaba un vago y displicente «¿está seco? ¿se puede tocar?». Siempre había un riesgo, recibir un no como contestación o quedar directamen-te marcado como un impertinente tocón. Pero lo que todo esto me permitía al final (habitual-mente, sólo habitualmente, siempre hay excepciones como tú sabes…) era compartir con el pin-tor el placer del tacto de la pintura».
Después de estas confesiones pensé que lo mejor era visitar al artista en su taller, pero J.B. se marchaba al día siguiente muy temprano y Fernando Verdugo no estaba en su estudio esa tarde. Prometimos dejarlo para la próxima ocasión, con gran excitación.
Ante los cuadros de Fernando Verdugo, el tacto, entendía yo, era tan importante como la visión. Poco a poco, tras el relato de J.B., comprendía que más allá de las superficies maté-ricas lo que estaba en juego era dotar de una mirada al tacto. Siempre hay diferencias.
EL TACTO
Reflexiones
La pintura es siempre más compleja de lo que la mirada parece dar a entender. Las herramientas críticas y teóricas proveen de ideas y definiciones que sirven como vagas orien-taciones, pero dejan siempre al descubierto, sin colmar, las lagunas, dudas y oscuridades que la propia pintura ofrece como iluminaciones o clarificaciones.
La obra pictórica de Fernando Verdugo puede ser definida como matérica o abstrac-ción lírica, desde el punto de vista técnico o formal, como poética o evocadora desde perspec-tivas más literarias, pero el alcance del trabajo va más allá, no es solamente todo eso.
La materia o la evocación que ésta sugiere enlazan con discusiones tanto teóricas como perceptivas. En ellas los contenidos se complejizan a la par de los desarrollos técnicos y formales. Las tensiones entre tactilidad y visualidad, entre ornamentación y materia o la contra- posición entre lo natural y lo artificial, orden y azar, son los aspectos de una permanente pro-blematización de lo perceptivo en la pintura.
Lo teórico en arte nunca está alejado de la percepción, y ésta está íntimamente ligada tanto a los sentimientos o las pasiones, como a los vericuetos del pensamiento.
A lo largo de los últimos diez años Fernando Verdugo ha desarrollado un trabajo esencialmente analítico, cuyos diferentes pasos encuentran una parcial integración en la obra más reciente, que aparece más como una apertura a obras más complejas que como un cierre o una conclusión.
La experiencia de lo artístico siempre ha precisado e incluso exigido una globalidad sensorial. De algún modo percibir, sentir, experimentar, captar, como acciones pacientes que abren el camino de la comprensión activa de cualquier realidad, y por tanto también de la artís-tica, implican a los sentidos, a los cinco sentidos. El arte tiende a despertarlos de un modo dife-rido, analógico, metafórico o evocador, no solo mediante la representación, sino sobre todo a través de su reivindicación como herramientas cotidianas.
Ese marco sensorial global es el único capaz de tensar la sensibilidad hasta un lími-te de ruptura de lo perceptivo, y desencadenar procesos que transporten más allá de lo corpo-ral, a la comprensión y experimentación de lo interior, como tiempo, memoria, muerte …
La historia de la civilización occidental ha seguido un proceso paulatino de especiali-zación, concentración y exclusión, como si desde ahí la percepción pudiera afinarse y profundi-zar. Pero hay en todo ese proceso un camino que conduce a la pérdida y a la fragmentación.
Si la laicización del arte permite abordar otros territorios alejados de la experiencia religiosa, se pierde la capacidad ritual; si la especialización de cada lenguaje artístico abre nue-vos caminos experimentales, fragmenta la sensibilidad e incluso el gusto.
La historia de la pintura es también un proceso de especialización visual, que aleja de la funcionalidad, aísla de la ornamentación, cuyo significado pierde tanto el sentido como el prestigio.
La visualidad ha dominado sobre cualquier otro carácter de la pintura como una cons-tante histórica y perceptiva, propia de ese proceso. Basada en la ilusión de crear un espacio inexistente, sus recursos se han fundado en la capacidad de engañar al ojo, y desde ahí sedu-cir a la mirada con perspectivas y volúmenes que generaran una realidad imaginaria, pero plau-sible. La pintura es en el fondo el reto «técnico» de extraer del plano una tridimensionalidad, plas-mar y recrear una realidad de la imaginación. Este ilusionismo ha ido siempre más allá.
La pintura ha generado también una ilusión del tacto con las materias de los objetos que representan, o la ilusión de la atmósfera, del olor o del gusto, a través de la evocación y la sugerencia, pero siempre mediante una metáfora del engaño con los sentidos.
La pintura del siglo XX ha tendido a subvertir las reglas de la visualidad, y
sustituir-las por otras condiciones perceptivas, si no diferentes, sí más integradas,
más globales res-pecto a los sentidos. De este modo la visualidad del tacto ha sido enriquecida (no sustituida) por la tactilidad de la materia, cuando el pintor ha considerado sus materiales (el pigmento, el color como masa y como materia) y los efectos de sus herramientas (la pincelada, la huella de la espátula) como elementos que podían aportar nuevos contenidos, significados y sen-tido a la pintura.
Partiendo de la visualidad y sin renunciar a ella se transforma la pintura en materia, y se la considera como tacto y como textura, para una percepción no limitada a la mirada.
La presencia de la materia en la pintura enriquece a la representación. Más allá de la mímesis o de la reproducción, la mirada se hace abstracta cuando se centra en la materia, pero simultáneamente en esa abstracción de formas descubrimos cierto realismo de la materia. La materia aparece como es sin ser ella misma.
EL MURO
Fernando Verdugo, tal y como ya hizo notar Juan Manuel Bonet (1), conecta con una tradición matérica y de mirada sobre el muro que atraviesa el siglo XX , desde las fotografías de graffitis de Brassai a Dubuffet o Tapies, pasando por los decollages rasgados de Mimmo Rote-lla. Con todos ellos comparte una voluntad de recuperar para la visión y para los sentidos los lugares triviales entrevistos en los paseos, y así rescatar para la pintura las texturas de una memoria cotidiana de lo humilde. Es precisamente en esa reconsideración donde se inicia la poética de Verdugo sobre la memoria, el fragmento y la arquitectura. Cuando como en sus obras la pintura reivindica un tacto para las manos, y posterga el tacto para la vista como enga-ño, se abren los canales sensoriales de una experiencia pictórica ligada al tiempo y a la memo-ria, a las experiencias vividas y a las imaginadas en clave poética.
El muro es a principios de los años 90 (2) la ciudad que acoge una memoria perso-nal: Sevilla. Como metáfora y a la vez documento interpretativo de un mundo matérico de raí-ces populares sobre el muro en extinción ante el avance de la restauración y de la moderniza-ción. En cada obra el muro no es sino una elaborada reflexión sobre los pliegues de la percep-ción a partir de las constantes ornamentales del color de las fachadas de las casas bajo la acción de las inclemencias del tiempo y de la meteorología. De la misma manera el tiempo actúa sobre los cuadros de Verdugo, aportando cambios y leves oscilaciones de color, que no precisan restauración. Como en los muros el tiempo y sus avatares actúan enriqueciendo tex-turas, apagando colores, bruñendo materia.
En estas obras, Sevilla, es lienzos de muros, paredes desconchadas,
humedades a flor de cal, hendiduras, rasgaduras, graffitis apenas esbozados, ornamentos toscos… Sevilla es una manera de tocar, y de sentir la mano rozar la cal de sus paredes. Sin duda la metáfora aca-ba siendo un «hallazgo» poético que propicia el paseo imaginario.
Fernando Verdugo utiliza el pretexto (ciertamente poético) de la memoria para refor-mular el color como el color del ornamento popular: el azul es añil, el amarillo albero, el rojo almagre.
La reivindicación del pigmento frente al color, más allá de las connotaciones poéticas, marca nuevamente ese grado táctil de la visión, y es preciso valorar esta alquimia como una aportación claramente perceptiva. En esa perspectiva materia y color se funden en un solo cuer-po, que se adapta tanto al tacto rugoso e imperfecto como a la visión: ambas darán las claves de lo estrictamente evocador.
Sin embargo, Sevilla es solo un símbolo, un pretexto, y se diluye en estas obras por-que no hay un retrato preciso. La pintura de Verdugo evoca porque desdibuja. La memoria no pertenece solo al pasado sino fundamentalmente al presente imaginado, que permite evocar mientras recuerda y percibe. El reto de esta pintura es el de confundir los sentidos y los recuer-dos, como en una arqueología del presente a la que le gustaría contener el pasado imaginán-dolo.
Sobre el muro, que a veces se finge pavimento, patio o callejón, afloran las marcas de una cultura andaluza mestiza, hecha de ruinas y de fragmentos, que son sistemáticamente aprovechados y reutilizados para generar nuevos fragmentos, nuevas ruinas. Sobre los muros encalados aparecen esgrafiados las siluetas toscas o precisas del árbol de la vida, los restos de alicatados inventados por una memoria caprichosa o las formas azarosas de dibujos mudéjares de ladrillos, sin pretensiones refinadas, como el estrato indeleble que permanece.
Estos planteamientos formales van a ser el punto de referencia y de arranque de todos los ulteriores desarrollos, y de alguna manera van a estar marcando pautas, al menos técnicas y constructivas.
En los años 80, en el panorama escultórico británico, produjeron un gran impacto las piezas de la Familia Boyle, que reproducían con diversos materiales sintéticos, destrozados fragmentos de suelos recogidos de las casas en demolición. Aunque presentados como cua-dros sobre la pared, sus connotaciones les situaban en un ámbito más propiamente escultóri-co. En estas obras se apreciaba con detalle los diferentes elementos de escombro, los ladrillos, las losetas, los restos de cemento, etc. Evidentemente no había nada que remitiera a la pintu-ra a no ser su presentación como cuadros colgados sobre la pared. Por otra parte el hiperrea-lismo de la reproducción (más que de la representación) convertía estas piezas en extrañas fic-ciones de arqueologías modernas. Su distancia con las pinturas de Fernando Verdugo es abis-mal, sobre todo porque en el pintor sevillano las intenciones no son ni han sido las de la repro-ducción del trabajo de la albañilería, sino las de la interpretación que permita la evocación, y consecuentemente la ficción, la imaginación. Sus muros son tan imaginarios como el lenguaje de los relatos de ficción, tan plausibles como el estilo oral de las anécdotas, pero distantes de la secuencia del informe o del estudio arquitectónico.
EL VALOR DE LO ORNAMENTAL
Entre la recreación de restos y fragmentaciones arquitectónicas, lo ornamental aparece como un contenido pictórico. Frente a lo matérico, de connotaciones naturales por sus comportamientos físicos pero integrado en lo artificial como material del muro creado por los hombres, lo ornamental constituye el elemento cultural.
Materia y ornamento aparecen en equilibrada oposición a lo largo del extenso ciclo de memoria sevillana. Los ladrillos, los azulejos, y otros elementos marcan o definen el espacio pictórico, pero sobre todo introducen lo ornamental en una discusión sobre el papel que el ornamento debe o puede desempeñar en la pintura. Lo ornamental recupera una dimensión activa, positiva, creadora, especialmente en una pintura como la de Fernando Verdugo, ligada a la memoria y a las referencias, pero simultáneamente centrada estrictamente en una concepción muy expresiva, vivencial, de masas, de planos, de materia, de color…
Lo ornamental se integra en esta pintura casi como una reivindicación de sus cargas simbólicas y significativas. Se da una recuperación y una rehabilitación de lo ornamental, para establecer distancias con los usos decorativos en los que permanece especialmente la abstracción.
Desde esta perspectiva adquiere una gran importancia el proyecto realizado en 1996 para intervenir los escaparates de Loewe con motivo del 150 aniversario de la firma, en diversas ciudades del mundo. Para ello Fernando Verdugo se sirve del grabado para generar obras de contundente lectura pictórica. Bien es cierto que el tratamiento al que Fernando Verdugo somete al grabado lo convierte en obra única: los fondos son iluminados a mano, posteriormente a la estampación, utilizando colores y tonalidades diferentes. Evidentemente la obra resultante se aleja de la noción de seriación del grabado y se integra en la idea de unicidad de la pintura. Sobre grandes paneles de diferentes formatos compone mediante diversos grabados de la misma medida (40 X 40 cm .), muros de un exquisito refinamiento ornamental. Los graba-dos, realizados siguiendo un complejo proceso matérico, ofrecen el efecto de ciertos azulejos de reflejo metálico. Algunos son densidades de color en distintas tonalidades, otros reproducen sobre fondos matéricos seriados, pero a la vez individualizados, la emblemática silueta del árbol de la vida. Son precisamente las bandas horizontales o verticales de estos últimos los que enmarcan o precisan el sentido ornamental del conjunto.
El efecto final es equivalente al de una pintura, y en ellos se da una exigencia de percepción global, corporal e integrada, tal y como ocurre en ciertos entornos arquitectónicos. Cada obra remite a cambiantes y texturadas combinaciones de color, en forma de muros alicatados o fondos de estanques y fuentes: refinada interpretación ornamental de la voluptuosidad oriental de la tradición andaluza. Lo ornamental dentro de esta serie desempeña una función instru-mental, es en definitiva una herramienta que sirve para hablar de pintura, sin ejercitarla propiamente.
Sin embargo, más allá de cualquier disquisición formal o técnica, lo ornamental se construye como un relato de ficción sobre el placer de tocar y de vivir.
Nuevas contradicciones formales y de lenguaje, pueden acercarnos a las intencio-nes del artista: pintura sin pintura, materia sin materia. El papel seriado, eso sí cuidadosamente tratado, de manera exquisita, es el material de la pintura, lo que sustituye al pigmento y a la materia.
ORDENAR LA MATERIA
La obra más reciente aparece como fruto de una reflexión cruzada entre las series de contenidos ornamentales y el ciclo del muro de Memoria de Sevilla y sus derivados.
La construcción del espacio ha sido la pauta que ha marcado el ciclo más ligado a lo ornamental, mientras el muro era el espacio más adecuado para el despliegue caótico, aunque controlado, de lo matérico.
En estas últimas obras lo matérico en bruto, entendido como pura materia mineral, terrosa, geológica, se ordena en una arquitectura elemental, con la intención de establecer inventarios y clasificaciones, que permitan apreciar la naturaleza y las posibilidades de los mate- riales, mientras estos establecen diálogos plásticos entre sí.
El orden del ornamento ofrece una estructura para la materia. La materia por otra par-te se encierra en las formas rigurosas de geometrías elementales, y así parece proponerse como posibilidad de material ornamental.
En la obra de Fernando Verdugo el planteamiento de lo ornamental es central. Funciona como un eje sobre el que ir repensando las posibilidades expresivas de la pintura en relación a la cultura.
Si en el ciclo del Muro lo ornamental era una huella arqueológica de la cultura y de la memoria personal, en la obra más reciente el material en bruto aparece como el lugar de fric-ción, pero también de integración entre la cultura o lo artificial y lo natural. La reflexión sobre la cultura se complejiza y también se «materializa», se hace materia, es más mineral, en definitiva, Verdugo concluye en un análisis más profundo. En la dialéctica que presenta Verdugo lo matérico se contrapone a lo artificial como forma humana del uso de la materia.
En algunas de las obras de mayor envergadura aparece clara la dicotomía y con- transposición entre natural y artificial, entre el mundo caprichoso e imprevisible de la natura-leza, de las cuevas, de las entrañas de la tierra, y el universo ordenado del hombre en el que se domestica la materia y el mineral para servir como fondo, ornamento o material de construcción.
Los matices de lo pictórico parecen precisarse en detalles mínimos, como el color de la humedad en una de las piezas muro blanco de cal, o en los tonos cromáticos de la acción química y mineral sobre la piedra caliza de una gruta. Se trata de intensas experiencias pictóri-cas, que se evocan desde la materia pintada. Desde ahí aborda una sutil reflexión desde la que la oposición se transforma en convergencia entre lo natural y lo artificial.
En este desarrollo aparecen con claridad las líneas de un proceso formal y teórico de precisa coherencia. Sin duda lo inusual de los materiales y de sus efectos plásticos, táctiles y visuales, pueden producir una impresión paradójica: la utilización del carborondo de silicio como pigmento de carácter mineral apenas sin tratar aparece simbólicamente como el elemento arti-ficial, mientras que lo natural está representado por una compleja recreación artificial de una superficie rocosa. No resulta habitual que la pintura adquiera tales intensidades matéricas, y menos aún que el color posea una densidad matérica tan fuerte.
De nuevo nos hallamos ante una alquimia de transformaciones
pictóricas, cuya com-prensión quizás no es sencilla, pero sin duda apasionante.
Los aspectos más propiamente teóricos parecen situarse en esas claves sensoriales y perceptivas a las que hemos aludido al comienzo de este escrito. Estas obras se proponen como puntos de partida a una experiencia de la pintura desde sus materiales esenciales.
(1) Juan Manuel Bonet , Por el Callejón del Agua, Catálogo de la exposición en la Galería Jorge Kreisler, Madrid 1993.
(2) Entre 1992 y 1993 diversas exposiciones en la Capilla del Oidor de Alcalá de Henares, Palencia, Valladolid, Avila, Zamora , Salamanca, Galería Jorge Kreisler de Madrid y en la Caja San Femando de Sevilla, recogen un trabajo realizado a partir de 1991 bajo el título de Memoria de Sevilla.