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ARQUEOLOGÍAS DE LA MEMORIA

FRANCISCO  CARPIO

«… Ya no quiero nada más. Ya no necesito nada más. Sólo acariciar unas blancas caderas, unos blancos senos; sonreír con una sonrisa de nieve; humedecerme de espuma blanca en el mar; perderme en el vacío infinito de una pintura ..”

Wang Wei

La distancia -física y/o espiritual- ha sido siempre un fértil abono con el que sembrar, alimentar y regar los sedientos pastos de la memoria. Del mismo modo que otros artistas, que han vivido lejos de las raíces iniciales de su historia personal, Fernando Verdugo también ha cultivado ese paisaje brumoso y engañoso de un pasado que, sin embargo, sigue estando fuertemente presente.

En gran medida, su pintura bien puede ser calificada de auténtica arqueología de la memoria; dos términos que se ciñen como anillo (matérico) al dedo (temporal) de casi  todas sus obras.

De esa forma, paisajes tan diversos e incluso opuestos como Nueva York, Ámsterdam o Madrid, se convierten, por el arte de magia de la magia del recuerdo, en un mismo y único paisaje interior que, una y otra vez, acaba remitiéndonos a Sevilla, su Sevilla. Una ciudad emblema y metáfora, que es el origen, pero que es igualmente el presente y el pretérito (perfecto). Regreso a una geografía íntima, y al mismo tiempo universal, tangente, externa e internamente, a cada uno de los puntos del cuerpo del artista.

Ciudad-Memoria del pintor, que recrea una y otra vez la piel de sus calles, de sus paredes, de sus suelos y de sus cielos.  Esa piel que, como bien nos recuerda Paul Valery, al final acaba siendo lo más profundo. Piel de cal desconchada, de almagre, de arena y de albero. Geometría de venas, de arterias, de tejidos, músculos y huesos urbanos; geometría linfática para trazar con sus redes, sus módulos y sus estrellas el cuerpo vivo y soñado de una Sevilla a la que nuestro artista se ha sentido siempre mágicamente unido. A pesar del tiempo. A causa del tiempo.

El músculo de las texturas

Una geometría que, aunque soñadora y soñada, aparece igualmente bien revestida por la rugosa y física carne de la materia. Táctil irrupción que ob liga a las yemas de nuestras pupilas a recorrer, sentir y traducir sus innumerables texturas. Aspereza hiriente de las paredes; lisura metálica del azulejo; porosidad arenosa del albero; frialdad medular del mármol; tacto braille del ladrillo y del suelo; alma dura del hierro, como estanques de metal congelado.

Esta física querencia por un recuerdo orografíado hace que los cuadros de Fernando Verdugo se conviertan así en fragmentos tangibles, palpables y mensurables de la memoria materializada. Fragmentos que inician, pues, su particular alfabeto con la letra M, eme de materia, sabia y hedonísticamente tratada por el pintor, como se trataría al cuerpo encendido del deseo. O, tal vez, con la eme de músculo: el áspero músculo de las texturas. O, también con la M de maestría, habida cuenta de la hábil y casi artesanal manera con la que consigue dar cuerpo y  espíritu  a  sus superficies. Materia rica, densa, bien trabada y arquitrabada, vigorosa, nacida sobre la piel del cuadro, como una costra sensual y placentera. Relieves, valles y simas que dibujan la orografía de un paisaje bien pintado.

Creo firmemente que, en ocasiones como ésta, la pintura acaba convirtiéndose en un ejercicio de voluntad, no sólo visual, sino ante todo, decididamente táctil y sensorial. Posamos sobre su territorio -queda dicho- las yemas de los ojos, como si fueran más bien las yemas de nuestros dedos, recorriendo un viaje-braille, irregular y accidentado.

El cuadro se transforma así en objeto y en sujeto de la mirada, y también de su sentido hermano : el tacto; y también en una suerte de muro, pero, eso sí, de muro franqueable, ya que nos permite bucear desde la superficie hasta acabar en sus fondos abisales de color y de luz.

Y hablando de muros , no puedo dejar de recordar ahora estas significativas palabras de Tapies: «¡Cuántas sugerencias pueden desprenderse de la imagen del muro y de todas sus posibles derivaciones!  Separación, enclaustramiento, muro de lamentación, de cárcel, testimonio del paso del  tiempo; superficies lisas, serenas,

blancas; superficies torturadas , viejas, decrépitas ; señales de huellas humanas, de objetos, de los elementos naturales; sensación de lucha, de esfuerzo; de destrucción, de cataclismo; o de construcción, de surgimiento, de equilibrio; restos de amor, de dolor, de asco, de desorden; rechazo del mundo, contemplación interior; silencio, muerte, desgarramientos y torturas; reflexión para la contemplación de la tierra, del magma, de la lava, de la ceniza; campo de batalla; jardín; terreno de juego …y tantas y tantas ideas que se me fueron presentando una tras otra como las cerezas que sacamos de una cesta …» Unas cerezas que aquí son siempre matéricas y texturadas : la bruta fruta de los sentidos .

Negro y blanco. Blanco y negro

Aunque con frecuencia sus pinturas han sido habitadas, como una matizada y tenue estirpe, por diversos elementos sígnicos y geométricos: retículas, formas triangulares, arabescos, franjas , espigas, círculos, palabras o incluso el árbol de la vida, que ha sido un icono bien recurrente en su obra a lo largo del tiempo, lo cierto es que esas presencias no llegaban a traspasar del todo el umbral de lo esencialmente abstracto . Sin embargo, en estos últimos trabajos creo que asistimos a una sustancial e interesante vuelta de tuerca iconográfica que, si no me equivoco, tiene inicialmente sus orígenes en una instalación realizada, hace ya algunos años, con motivo de una edición de la Feria de Estampa, y en virtud de la cual emergen valores formales que ya podríamos calificar de decidida y voluntariamente figurativos.

Así las cosas, en determinados cuadros nos plantea ahora la inclusión de una serie de imágenes que representan diversos tipos de mujeres africanas con sus hijos en brazos, como singulares madonas , emblemas de la altivez nobiliaria de quien siendo pobre irradia un inefable aire de riqueza; desprovistas de cualquier signo de opulencia pero, en cambio, provistas de todos los signos de una serena belleza, que les otorga un aire de inexplicable y noble dignidad. Estas maternidades, que han sido previamente elaboradas con procesos de retoque digital ,velando y atenuando su luminosidad y su colorido, hasta casi llegar a un grado cero, se nos muestran, pues, como ventanas abiertas a un nuevo paisaje de representación pictórica.

Un paisaje que, sin ninguna duda, puede y debe adscribirse a una personal querencia que este artista viene expresando, desde hace ya un tiempo , por todo lo que tiene que ver con África y que, si se quiere, puede en un principio vincularse fundamentalmente al área geográfica y cultural del Magreb (lo que, por cierto, nos lleva de nuevo en una continua pirueta conceptual y vital a sus raíces andaluzas …) Con el paso, el peso y el poso del tiempo (físico e interno) esta querencia se irá extendiendo a todo el continente, como muy bien prueban estas representaciones en las que es el África    negra    quien   se  ofrece   como    fuente    oscura-clara  de inspiración.

Siguiendo una mecánica compositiva que viene empleando con cierta frecuencia, Fernando Verdugo dispone y opone tales imágenes en dípticos , estableciendo un curioso diálogo, táctil y visual, entre la lisura fotográfica de esas figuras, y el relieve de unas superficies texturadas y matéricas. Líneas gruesas de esparto, como una abstracta caligrafía de volúmenes; geometrías craqueladas, como irregulares redes poligonales, emblemas de la sequedad y del desierto; gavillas de paja deshidratada, como si fueran los blasones de un linaje de sed, o empalizadas de caña, como ascendentes fronteras paralelas, constituyen uno a uno los diferentes elementos de esta áspera gramática de materias.

Herman Melville reflexiona de esta forma tan personal, sobre el inefable misterio ciego y mudo de lo blanco en su novela Moby Dick: » Era la blancura de la ballena lo que me horrorizaba por encima de todas las cosas (…) la idea de blancura, si se separa de asociaciones más benignas y se une con cualquier objeto que en sí mismo sea terrible, eleva ese terror hasta los últimos límites…» Blanca es la soledad del estudio, la nevada tela de araña en la que el artista se envuelve, se pega y se debate, buscando encontrar la pegajosa luz de la inspiración, con la misma ansiedad con la que la presa mira cara a cara a la tarántula. Blanco es el lienzo, la hoja de papel y el cerebro antes de empezar la ebria danza de la creación. Blancos son los dientes de lobo de la eternidad, y los huesos de cordero del miedo.

Y blanca es -ya sabemos que no es sólo el color de la pureza ni del inocente- la accidentada geografía de muchas de estas pinturas. Recordad siempre esto: no hay ni un solo pintor que no sepa de la dificultad y del riesgo que supone atreverse a emplear el blanco. Color suma y, a la vez, anhelo de un imposible: lograr la representación de la luz, y con ella, pintar el vacío, el infinito. Sería Picasso quien, una vez más, pondrá el punto astuto y sabio sobre las íes: «Cuando no sepas que color usar, pon negro, pero jamás pongas blanco».

¿Por qué entonces un pintor decide usar con tanta constancia y conciencia este color? Tal vez por una voluntad de purificación, de desnudez, de despojamiento; por una necesidad de vaciar sus obras de referentes formales o cromáticos prescindibles, no esenciales. No olvidemos que nuestra hipericónica sociedad nos inunda literalmente de todo tipo de mensajes y masajes visuales; con lo que la imagen como tal pierde casi todo su sentido, su poder, su significado. Pienso, y creo que también lo piensan algunos pintores, entre ellos Fernando Verdugo, que es misión del arte «purificar» y devolver contenidos, matices y significantes al planeta de las imágenes pintadas.

Él mismo arroja algo de luz (blanca) con estas palabras: “El blanco es silencio, la nada donde ya todo fue y donde aún todo es posible. Es la materia que refracta el máximo de luz, y para el artista materializa el vértigo binario éxito-fracaso, cuando se asoma al vacío de una superficie blanca sobre la que se dispone a actuar. Mi reto es continuar, desde la materia (sin abandonar esa simbolización de la nada o el todo) una reflexión sobre el tiempo y el vacío. A menudo he dicho que trato de despojar a las obras de todo lo anecdótico, para que nos ilumine lo esencial. Y el blanco es la gran síntesis del despojamiento …»

Pero como no sólo de pan (blanco) vive el hombre (pintor), he aquí que, en ocasiones, nuestro artista sigue también invitando a la mesa de sus cuadros a los demás comensales cromáticos. Azul romano y añil, azul de heridas y atardeceres. Verde árabe (siempre África …) y vidriado, color de estanques, jardines y olvido. Ocres, marrones, almagres, que convierten la carne de esos lienzos en dura y frágil terracota. Rojos óxido, como se oxida la vida que ya no es sólo nuestra; rojo sangre de toro y sangre de vino. Amarillo ansia y dorado, como el sol y las risas. Grises del olvido y del desamor. Sangre de colores salpicada sobre un maculado lienzo de nieve .